Según nos cuenta Benito en su libro, no se conoce ningún otro caso (a parte del que nos ocupa) de una parroquia que haya sido excomulgada por orden de la Santa Iglesia Católica.
En esta ocasión lo excepcional no es que el papa Inocencio XI decidiera excomulgar al rebelde párroco de Villairreal, y posteriormente al pueblo entero por defenderle con uñas y guadañas, es que además, viendo dicho papa hasta qué punto el templo sagrado había sido ultrajado, impurificado y profanado, decidió suprimirlo como tal en el censo de parroquias del país redactando una encíclica en la que declaraba a la parroquia de Villairreal la Grande "impropia de los honores y virtudes que en un principio se le otorgaron por medio de la bendición papal, y por tanto excomulgada Per seculo seculorum. Amén".
Pero empecemos más o menos por el principio: El primer encontronazo entre la Santa iglesia y la parroquia de Villairreal fue allá en el siglo VI, cuando el Papa Gregorio Magno inicia la tarea de unificación de la liturgia (de la cual surgiría, entre otras cosas, el canto gregoriano) que poco a poco fue acabando con el resto de liturgias excepto... ¡la de la parroquia de San Dalio!, que se negó en redondo a adoptar los nuevos ritos. Esto originó una serie de disputas y desencuentros con las autoridades eclesiásticas, que fueron prolongándose en los sucesivos siglos, siempre, eso sí, sin que llegara la sangre al río.
Pero el enfrentamiento más importante fue a partir del Concilio de Trento y el inicio de la Contrarreforma: un arduo proceso de unificación de la liturgia católica y de la reglamentación de la vida eclesiástica. Esto afecto a la morfología musical, prohibiéndose interpretar cualquier canto profano dentro del templo. La Iglesia chocó de lleno, nuevamente, con la parroquia villairrealina, la cual tenía ya un extenso repertorio de salmos, aleluyas y motetes y sentía un cariño enorme por dichos cánticos, en su mayoría compuestos por Maese Carlines, un fraile muy estimado que vivió en el pueblo entre los años 1236 y 1250 y tuvo a bien donar a la parroquia todas sus magníficas composiciones. Así pues, el pueblo en masa se negó rotundamente a renunciar a ellas y siguió incluyéndolas en su particular manera de realizar los ritos eclesiásticos. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir, que Inocencio XI cogió el toro por los cuernos. En 1678, una caravana con emisarios del vaticano se detenía en la plaza Mayor de Villairreal, justo frente a la puerta de la parroquia. Misión: registrar dicha parroquia e imponer allí el orden, sacar todos los textos y partituras prohibidas para quemarlos e imponer el criterio establecido de que todos los párrocos se preocuparan porque sus templos estuvieran cuidados, acicalados y porque el dinero de los óbolos fuera empleando en adornarlos con obras de arte y joyas que dignificaran la casa de Dios.
Pero vaya, en aquel tiempo nuestro párroco era ni más ni menos que Don Escueto. Una persona sencilla, sobria, íntegra y... un poquito revolucionaria. La iglesia de Villairreal jamás había tenido objetos verdaderamente valiosos, pero desde que era regentada por este párroco, aún menos, pues era de la opinión de que el dinero debía emplearse en ayudar al necesitado y no en acumular objetos de adorno. El caso es que este curilla agreste e indómito se puso en la puerta de su parroquia con los brazos en cruz y no permitió que ni un sólo nuncio papal entrara en ella. La procesión tuvo que volverse a Roma por donde había venido.
Inocencio XI. No podía permitir una desobediencia tal. Así que decidió mandar otra expedición, pero esta vez no sólo con emisarios y religiosos, sino también con soldados. La orden era entrar en la parroquia y poner orden fuese como fuese, aunque se interpusieran "cien curillas en cruz". Y voto a bríos que así fue:
La comanda entró a saco en la parroquia sin que nadie pudiera, o se atreviera a impedirlo. Revolviéronla de cabo a rabo.
Descubrieron todas las partituras y textos antaño compuestos por Maese Carlines.
Pero el colmo fue encontrar escondido en la biblioteca, unos evangelios apócrifos cantados (y encima polifónicos) que daban claramente a entender que Jesucristo había vuelto a bajar a la tierra y se había refugiado en Villairreal.
La santa compañía volvió absolutamente escandalizada a Roma con las pruebas necesarias para demostrar que todo el pueblo de Villairreal debía ser condenado por tan grandes herejías.
La suerte hizo que el pueblo de Villairreal gozara de la amistad del brujo Acónito Áureo. Personaje oscuro que recorría los pueblos de la comarca pregonando sus bebedizos y filtros de amor. Acónito sufrió una visión premonitoria. Vio una terrorífica expedición de soldados y clérigos acercándose enfurecidos hacia el pueblo con intención de exterminarlo en la hoguera.
¿Qué hacer? ¿Retractarse? ¡Jamás! ¿Hacerles frente? ¿Para qué? Villairreal era un pueblo pacífico, y aunque consiguieran echarles de allí ¿Qué conseguirían, que volvieran con más soldados? La única solución que quedaba era el éxodo, pero ¿a dónde?
Aquí fue donde todo el magnífico poder de Acónito Áureo se puso de manifiesto. Dos días le llevó reunir todos los ingredientes necesarios para realizar el que sería quizás el más poderoso conjuro de su carrera. Con una serie de rituales y melodías mágicas que realizó frente a la entrada de una cueva cercana, consiguió abrir una puerta astrotelúrica que llevaba a otra dimensión de la realidad. Una vía de escape por la que nadie podría entrar sin conocer antes la melodía mágica.
Imagínense el acontecimiento: todo un pueblo empaquetando sus bienes más queridos, llenando carromatos y jumentos de enseres. Atravesando los campos en una enorme procesión de mujeres, hombres, niños, gallinas, cerdos, caballos y mulas, vacas y terneros... Y los chirriantes carros repletos hasta el cielo de sacos, arcones, muebles, libros históricos y del colegio, los pocos bienes de la parroquia de San Dalio, instrumentos musicales y de labranza, etc., etc., etc... Al ritmo de la melodía mágica, que todos iban canturreando y tocando para poder pasar a la nueva dimensión, la triste procesión va desapareciendo por la entrada de la cueva. Nadie mira hacia atrás. Saben que el pasado ya no existe. Todos piensan en lo que encontrarán al final de su viaje. Acónito deja de tocar su flauta mágica cuando entra el último pastor con su último cordero a hombros. Echa tierra a la hoguera y la extingue. La puerta mítica se cierra. La Inquisición tan sólo encuentra un pueblo fantasma.
No se sabe la fecha exacta de este éxodo. Se diría que todos los habitantes decidieron borrar ese día de sus mentes, pero según Benito, no cabe duda de que tuvo que ser entre 1670 y 1690. Los habitantes de Villairreal llegaron a un lugar maravilloso de tierras fértiles y bellos paisajes. Allí iniciaron la laboriosa reconstrucción de la que ahora sería Villairreal la Chica, y allí siguieron con su magnífica vida, recibiendo hospitalariamente a los pocos viajeros que han descubierto la melodía mágica y han encontrado la Puerta Mítica.